Les confieso que llegué tarde. La he visto cuando ya el clamor era masivo. Me contuvo los prejuicios, he de confesar que pensaba en una serie formato amarillo como un Hola versión neflixtera. Eso me perdí. He aprendido la lección y me propongo no dejarme llevar de esos juicios personales que privan de cosas importantes. The Crown es una serie mayúscula. Y nada edulcorada, casi diría que al revés. Si alguien se acerca con la intención de ratificarse en las ideas monárquicas, va dado, porque lo más probable es que salga trasquilado y propugnando repúblicas a cascoporro. Sirva de aviso para los adeptos.
Pocas veces se ha representado un alegato tan firme que desacredite la institución monárquica que esta serie, poblada de disminuidos mentales, incultos hasta hartar, imbuidos del convencimiento que es el designio divino quien los puso en el mundo y de su función sobrenatural. Memorable la escena en que la beoda y patética princesa Margarita impone tratamiento a la silenciosa y sobrecogida psicóloga en la terapia a la que asiste como una vergüenza para las personas de su clase. Vergüenza que no hace extensible a las borracheras, orgías y desmanes propiciados en la isla Mustique y en cualquier sitio donde el whisky (tan querido a la familia Windsor y adláteres, por cierto) corriera libre. Por no hablar de los jovencitos a los que era tan aficionada como al whisky, por lo menos.
La reina Isabel, pasa de un engreimiento irracional, incultura irredenta a momentos en los que casi nos inspira ternura por verla tan desvalida dentro de los oropeles reales que se le nota que ni le van y le quedan muy grandes. Va creciendo el personaje (ignoro si en la vida real ha ocurrido…es posible que no) a medida que vive y contacta con una realidad tamizada por la irrealidad de Buckingham Palace o del mamotreto de Balmoral que más parece catafalco en franca decadencia que palacio de vacaciones. Solo se les ve cierta humanidad cuando corretean por el fango de Edimburgo y cuando acarician a perros y caballos, por cierto, con más cariño que a los propios hijos. La reina Isabel acaricia con apego a sus perretes cosa que jamás debió hacer a sus vástagos.
La serie no obvia las escenas que retratan la inutilidad de una longeva institución que produce gastos infames, como la de ese príncipe de Edimburgo pidiendo más dinero en la televisión justo en plena posguerra cuando la Gran Bretaña padecía toda clase de privaciones…Él, paseando en sus bólidos de lujo entiende que es parte del prestigio de su país. El que la familia real nade en lujos mientras el pueblo pasa hambre.
Memorable también esa Theacher, interpretada con cierta exageración por Guillian Anderson, pero salvable
sin la contención del resto del elenco. Hago salvedad sobre el actor que interpreta al príncipe Carlos…No, no está bien escogido, es tan mono, con esa sonrisa tierna que se nos hace simpático el personaje del infiel y maltratador Charles. No pueden poner un actor guapo sin los soplillos verberneros del auténtico. No es jugar limpio… En general todos son más guapos que en la realidad, cosa no difícil por otro lado, menos lady Diana Spencer que era preciosa y con un halo de luz difícil de transportar a la pantalla.
Gran serie, impoluta su puesta en escena, con pasajes memorables,una interpretación cuidada y tan bella de ver como triste de asimilar. Nos damos cuenta que perviven entre nosotras demasiados atisbos medievales al soportar con alegría y fervor (observen el clamor popular ante la reina y las bodas reales) a un pléyade de parásitos que nos chupan la sangre.
¿Hasta cuando? Pensemos que estas series desnudan, quizá mejor que mil tratados de sociología política la realidad de unas monarquías caducas y feudales. Casi les diría que solo son salvables por las obras que inspiran. Ésta por lo menos.
María Toca.
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