Acabo de leer la noticia de que el ejército localiza a ancianos y ancianas en residencias «conviviendo» con cadáveres de compañeros y me parte en dos.
Me acuerdo de ella y de otrxs tantos que me han contado sus historias de vida a lo largo de los años. Me acuerdo de ella y de otros tantxs que me miraban fijamente con ojos de injusticia y un gran:
– Con lo que hemos trabajado y luchado para vernos ahora así.
Acudo a su domicilio porque un día yendo por la calle la vi caerse delante de mí como una pedrusco, sin opción a giro alguno, homogénea, y le pregunté.
Curiosamente está en todo momento más preocupada por su marido, gran dependiente en espera de valoración, que por ella misma y ya en su casa mientras su esposo dormita me narra su vida.
Es fácil hablar contigo, me dice; como P. está casi todo el día adormilado no tengo con quien desahogarme y me hace bien.
Me preocupa, P.; está cada vez peor; sordo, no se mueve si no es con andador y no entiende lo que le digo. Yo le cuido mucho e intento que esté lo mejor posible pero me siento muy cansada, agotada.
Y es que también tengo una edad y además, María, es que los de mi edad hemos tenido vidas muy duras.
¿Sí? le respondo. Y pone cara de “tú no sabes bien lo que yo he pasado”.
¿Puedo contarle? No quisiera llevarle mucho tiempo.
Mira, dice en un tuteo cómodo, éramos diez hermanos y vivíamos en un pueblo. Mi padre era alcohólico y a mi madre y a nosotros, sus hijos, nos pegaba unas palizas de impresión.
Una vez nos amenazó con matarnos y yo quise huir por una reja, se me quedó la cabeza metida en ella y no podía salir, pero más que de esa situación mi miedo era de él; la gente de mi calle gritaba para que sacara la cabeza pero yo lo único que quería era no morir. Recuerdo cómo mis hermanos pequeños lloraban.
Mi madre era una mujer guapísima, una mujerona, y se le fueron seis hijos. Seis hermanos míos murieron uno detrás de otro.
Uno sufrió una caída de un árbol, otro de una patada de una bestia y los otros de enfermedades de esas, que yo no me acuerdo del nombre, que pasaban hace años y ya sabías que no había nada que hacer.
La pobre perdió la cabeza y dejó de comer, dejó de cuidarse, supongo que no quería vivir así de triste, con esa pena.
Yo huí y me fui a la ciudad a servir, con catorce años.
Estuve sirviendo desde los catorce hasta los setenta y mira tú al final solo tenía cotizados tres años cuando dejé de trabajar. He criado hijos, nietos y bisnietos de esa familia y recuerdo cómo la señora no me dejó salir de la casa, ni tan siquiera a la calle, desde los catorce hasta los dieciocho en que un primo mio, que es P, mi marido, me pretendió.
El es buena persona; yo antes creía que él era mejor que yo, pero mira, ahora no parto peras con nadie.
Me he portado con él mucho mejor que él conmigo. Por contarte algo, no me he ido con nadie mientras él estaba pariendo, sabes lo que te digo. Si yo hablara, dice lanzando un suspiro, se iba a enterar la gente de mi verdad, pero es que los hombres de antes eran trabajadores pero no de su casa, no sé si me entiendes.
He tenido tres hijos que hacen su vida; ya sabes la gente joven de hoy en día. Bueno, la verdad es que no sé si lo entiendes porque tú podrías ser mi hija, y lo mismo piensas que soy una egoísta y les pido de más, pero es que cada uno va a lo suyo y yo no quiero molestarles.
Yo me casé con P. y yo le cuido. Esa es mi responsabilidad.
Lo que me pasa es que hay una cosa que no se me quita del corazón y del pensamiento, mira, eso sí que te lo quiero referir y que no se me pase.
Tuve una niña y nació muerta.
O eso me dijeron los médicos pero ni P. ni yo la vimos después de nacer y nunca más. Solo recuerdo una cabecita negra, de mucho pelo así como mi madre, que se llevaron corriendo.
Le pusimos nombre de reina pero nadie nos la enseñó y nos contaron que había fallecido a los ocho meses de embarazo, pero sé que es mentira. Mi niña se movía en mi tripa hasta que parí; eso lo sabe una madre y yo ya había tenido tres.
Y como después se han descubierto tantos casos de niños robados y eso, pues yo no puedo dejar de pensar en mi niña y en que éramos pobres pero guapos y jóvenes, así que me imagino lo peor.
He sufrido mucho, María, mucho.
Le contesto muy conmovida que lo veo y lo siento y que ha tenido que ser muy doloroso para ella. Llora suavecito y me coge la mano.
Nunca había contado mi vida así, sabes, tantos años de trabajo, mucho trabajo, limpiar, cuidar, cambiar pañales, planchar, preparar cenas, trajes para fiestas, cocinar y los baños y tantas horas de desvelo de mi familia y de las de otros.
He disfrutado muy poco; no he hecho un viaje nunca y mira que se lo he dicho a P. muchas veces pero él nunca ha sido hombre de viajar. Y ahora que somos viejos y estamos malos ¿dónde vamos a ir?
Pero ¿sabes una cosa? Ahora que me dices que vas a contar mi vida por el ordenador te lo digo.
Pues que yo tengo un orgullo, uno, muy grande. Y es que a mí me quiere todo el mundo. Todo el que me conoce me quiere.
Y como mi madre me repitió muchas veces, nosotras tenemos que ganarnos el cariño.
Y yo me lo he ganado.
Bajo en el ascensor y siento un escalofrío.
Será el frescor del otoño, pienso.
Ella está en un centro residencial a día de hoy. La recuerdo y siento otro escalofrio.
María Sabroso.
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