Echo la vista atrás , joder, como añoro algunas cosas. Cosas tontas, de esas en las que no reparas mientras te ocurren.
Añoro tener pereza, esos días de plácida tranquilidad en casa escuchando un viejo CD y arrastrándome de un lado del sofá al otro hasta dolerme las caderas.
Añoro mis pantuflas con cara de conejo y la cálida caricia de mi pijama de estrellitas. Mierda.
Añoro el contacto con la tierra húmeda del huerto y andar concentrada desentrañando que cojones de planta es esa que ha crecido en los márgenes y ha echado unas florecillas lilas.
Añoro las risas con mi gente, mis compas. Hasta las discusiones y las interminables asambleas emocionales. Coño. Y los macarrones. Y cocinarles.
Añoro hacer pasteles y el puto horno con su termostato que nunca sabes y el pastel no sube.
Y bailar, con Santana o La Carrá.
Añoro los cristales entelados de la ventana que ya los limpiaré mañana que aún se ve el sol y las luces de la calle.
Hace tiempo que lo perdí todo. Lo perdimos todo.
Las comunicaciones se cortaron debido a las restricciones y no sé donde paramos cada una.
Algunas salimos de las ciudades antes de que quedaran primero maltrechas por los temporales y después cerradas por confinamiento debido a las sucesivas pandemias de virus y coronavirus.
Ni se sabe los millones de muertos, caemos como moscas.
Aquí, en la ciudad subterránea OR-LL/40, de momento tenemos agua y víveres para resistir un año. Eso dicen.
(Microrelato)
Silvia Augé Tarrés
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