El día que asamos a la abuela hacía frío. El viento azotaba los cristales y la habitación se llenaba de volutas de vaho cada vez que mi madre hablaba, intentando contener un tenaz castañeteo de dientes. La abuela solo asentía sin dejar de tejer, con las gafas de oro vueltas a su labor. Escuchó lo del sorteo, lo de mi mano inocente sacando el papel con su nombre de la pecera vacía, diciendo que sí todo el tiempo. Mi madre añadió entonces que primero habíamos quemado al pez rojo, pero no fue suficiente.
La abuela miró el retrato en blanco y negro de su boda y también pareció escuchar lo que le decía aquel señor antiguo a quien no fue necesario prender porque se murió solo mucho antes del frío que congeló a los patos del parque en pleno vuelo. La abuela volvió a asentir, ya voy, entonces, se quitó las gafas y guardó en la bolsa de tela el ovillo rojo que no diría una palabra más del jersey infantil que pudo haber sido. En la chimenea, la abuela parecía una pieza de oro, tostándose, impasible, lejana ya para todos nosotros. Olía mejor que nunca.
(foto de Diane Arbus)
Dedicado a mis dos abuelas, que parecían sacadas de sendos cuentos de miedo.
Texto: Patricia Esteban Erles
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