Se lo habrán contado innumerables veces. Intentaré hacerlo de nuevo, más que con intención de descubrirles algo, intentado expresar la baraka que supone este oficio al que entrego alma, corazón y vida.
Llueve, la tarde es plomiza y se agrieta una primavera que apenas se intuye. He leído por la mañana las noticias, examinado muros, comprobado escritos de gente a la que admiro y de la que me alimento. Hice las tareas del hogar, que una puede ser lo que es pero mantiene la servidumbre de andar a ras de suelo, más por pobre que por vocación, sea dicho de paso. Y llega el momento. Hace tiempo que no gozo de tiempo por delante, donde no hay interrupciones ni monsergas de trabajo. Hay una extensión inabarcable de tiempo para dedicar a la escritura.
Es sistema de trabajo primario es escribir, repasar cada día lo escrito la anterior jornada, continuar escribiendo. Al final, cuando se acaba la historia (cosa harto difícil porque acabar algo amado es un infierno, o una liberación, a veces ambas cosas) un repaso general y archivo la novela. Dejamos pasar unos meses para desempolvarla con el cuidado y la parsimonia de corregir sin piedad párrafo a párrafo, letra a letra, signos ortográficos, onomatopeyas, delineado de personajes, claridad de situación (no hay cosa que me moleste más cuando leo que tener un decorado desdibujado al que no sé cómo ubicar)
Lo más importante de la estructura de mis novelas es hacer un cuadro claro de la psique del personaje. Quiero verle vivir, andar por casa, crecer, envilecerse, hacerse mejor o empequeñecerse. Dialogo con ellos. Los pregunto, los miro con la lupa de la comprensión. Tengo que verlos, tengo que amarlos u odiarlos, porque las esquirlas de maldad me atraen como mosca a la miel. Amo a las personas poliédricas, no creo que nadie sea fielmente bueno o malo. En todos hay de todo. Así quiero a mis personajes, tan humanos que dejen el rastro de sudor y miedo en mi cuartilla. Como forma de que la dejen en la lectura del paciente lector que los contempla desde su sofá. Vivos, en fin.
Ese repaso es arduo. Hay que podar, esquilmar sin piedad, arropar lo que está suelto, complementar lo que no tiene cuerpo. Hay que abrigar la prosa, embelleciéndola o quitando ramaje inútil (esa tendencia venida de la poesía de adjetivar de más, me aterra. Esa profusión de comas, llegada de mi lenguaje periodístico, donde priman las frases cortas y punzantes, me atenaza) Hay que pulir el texto. Una vez acabado, vuelta a guardar, como si fuera vino en barrica de roble y lejos de la luz. Y vuelta a empezar. En ese último repaso (ni por asomo, pero la intención es que lo sea) una se da cuenta si lo escrito es válido o si no tiene alma y debe apartarse sin miramiento o almacenarlo como obra fallida en busca de mejor momento.
En ese último ¿? repaso se genera atención, se retoman y reforman párrafos enteros para dar consistencia o arropar la idea inicial. Cuando me doy cuenta que hay entidad, que hay cuerpo, que la novela toma alas, se produce el milagro.
Un milagro inmaterial y etéreo que te sube hasta el cielo. Has creado un pequeño universo que mantiene el interés de lectora impenitente y crítica. Vale. La obra vale. Y te inundan las ganas de correr, de no parar, de quedarte en la silla hasta que los dedos sangren y la espalda se contraiga de dolor sin que apenas lo notes. Hasta la madrugada porque da igual el cansancio, porque hay una borrachera de amor hacia la obra. Subida en la nube , sorbiendo de vez en cuando el aire que entra por la ventana que, por suerte, tengo cerca del escritorio. Entonces una no puede dar más que gracias al Supremo Hacedor por tener la capacidad de poder crear mundos. Pequeños, sencillos, quizá sin ningún brillo pero opalescentes y traspasados de verdad. Aunque jamás lo escrito se lea, aunque no se publique, aunque nadie pague por ello, porque ahora las descargas son gratis y escribir no es nada. Da igual. Una se hace feliz contándose la vida que anida en las cuartillas que va rellenando.
Aunque sangren los dedos y nadie pague por ello.
María Toca
Santander-3-06-2018. 19,56
Deja un comentario