Me gusta la ciudad. Mejor, me gustan las ciudades. Reconozco que el campo es magnífico, nos oxigena, nos amplía el alma con la contemplación de la naturaleza, poniendo calma y mesura en nuestros descabellados pensamiento. Cierto. Pero al entrar en cualquiera de las ciudades que visito o vivo, me sorprende una especie de esponjamiento difuso, un alborozo ante el devenir de gentes, con los trasiego cotidianos y sus mil vidas reflejadas en el rostro .
Soy urbanita y no puedo evitarlo. De mis correrías campestres vuelvo oxigenada, tranquila, explayada la mente y el cuerpo, pero al volver a pisar asfalto siento como los semáforos me guiñan los ojos ante el desafuero del ir y venir mecanizado. No puedo evitar sentir un calor que raya el entusiasmo al encontrar las calles socorridas de gente, los mercadillos coloristas y sonoros, el murmullo estimulante del griterío que producen muchas almas en camino inquieto.
Siento que la ciudad vibra y me estimula. Según llego a alguna desconocida, mi primer deseo es callejear; perderme por sus calles y callejones contemplando la contienda cotidiana, como espectadora precisa. Se dibuja en mi mente mil vidas, mil situaciones distintas ante el deambular de los ciudadanos.
Las ciudades son distintas dependiendo de la hora en que sean contempladas. De mañana se dibuja el horizonte de lo nuevo, resurge el despertar apresurado de la vida que nace al levantarse. Se diría que respiran humedad y prisa. El mediodía, si es soleado, sobre manera, se esculpe la prisa con los gestos de cansancio que la mañana va tatuando en los caminantes. Prisa, por llegar, por comer, por volver. De tarde el jolgorio se agudiza. Con la caída del sol, salen de su guarida los que mantienen el devaneo con las sombras chinescas de la ilusión. Compras, la última copa, o la primera cita. Y más prisa. Por volver, por llegar a ese hogar, muchas veces más inhóspito que la propia calle. La noche, afantasma al individuo, vuelve insolente al tímido y al bravucón, o lo estimula o lo achanta. La nocturnidad hace que florezcan historias confusas, los momentos que se tornan milagro al amparo de las luces de neon o de las sombras. De noche se engolfa la ciudad, pierde el respeto por su aburguesamiento.
De las ciudades lo que más ansío son las callejuelas donde se mezcla el pasado con una modernidad que asoma por rincones inesperados. Ese colmado, atendido por un viejo sabio que nos indica la madurez exacta de la fruta, o el precio y la calidad de ese queso o de esa legumbre que exhibe orgulloso, mezclado, sin rubor, con el café de diseño, la tienda de moda, la librería o la galería de arte. Esos barrios donde las razas se mezclan con la amalgama de olores de comidas diferentes, de retos distintos y de gente de mil mundos que convergen en el asfalto ciudadano que homologa lo diferente, lo unifica y lo hace cosmopolita.
Me gusta la ciudad, aunque hay veces que me aplasta. Justo en ese momento, escapo, buscando el abrazo de unos árboles que miran al cielo enraizados en la tierra por cientos de años. La perdurabilidad frente a lo precario. Lo de siempre, ante lo cambiante.
#MariaToca©
Fotografía: Lola K.Cantos
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