Madres en la trampa del amor romántico

Si nada se valora más en una mujer que ser una buena madre, pocas cosas están tan denostadas como serlo mala. La ambivalencia que todas las culturas presentan ante la maternidad, tiene que ver con que todas ellas aman y temen a las madres por igual. Todas ellas reservan lo mejor para las madres que encarnan a la madre patriarcal y lo peor para aquellas que son percibidas como incontrolables. El rol maternal es antropológicamente ambiguo. Por una parte, la capacidad de ser dadora de vida se asocia también a la cercanía con la muerte: quien da la vida puede quitarla. En segundo lugar, el hijo varón en todas las culturas, para poder pasar a ser parte de la sociedad adulta, debe no solo abandonar a su madre sino, además, despreciarla en tanto que todas las masculinidades hegemónicas se construyen contra las mujeres, en oposición a lo que ellas son y a lo que los varones han sido en algún momento: frágiles y dependientes. La madre recuerda aquello que los hombres fueron y todas las culturas luchan por borrar: pasivos, vulnerables, dependientes.

Todas las culturas se configuran en torno a ese polo de amor y temor a la madre al mismo tiempo, dependencia y desprecio; y las dos imágenes de la buena/mala madre que conocemos responden a esa construcción. La buena madre es la que es patriarcal, no supone un peligro ni genera ansiedad, sino al contrario, ofrece amor incondicional. La mala madre es la antipatriarcal, no se somete a las reglas, no se adapta, no asume para sí aquellas características que cada sociedad prescribe y su peor pecado es siempre no querer bastante a su prole o, lo que es lo mismo, quererse a sí misma igual o incluso más. La mala madre no es que sea despreciada, es que da pánico, es una bruja, capaz de desatar las más oscuras fuerzas. Hay que dominarla para dominar la naturaleza (femenina) e imponer la cultura tanto no reconocerse en ese papel, que es uno de los pocos papeles permitidos a las mujeres en los que existe una clara recompensa emocional; uno de los pocos espacios que les hacen sentirse superiores a los hombres, haciendo algo que ellos no pueden hacer. Además, es un ámbito de poder.

La función de la madre es insustituible en la crianza y esa crianza, por muy sacrificada que sea, produce satisfacciones y compensaciones a todas las restricciones y desigualdades que acompañan la vida de las mujeres desde su inicio . Las mujeres, despojadas de todo, están condenadas a buscar ese espacio de reconocimiento maternal y serán siempre madres, lo sean verdaderamente o no, porque el rol maternal lo pueden cumplir de muchas maneras. Serán madres de sus hijos e hijas, serán madres de sus pacientes si son enfermeras o cuidadoras profesionales, serán madres de sus alumnos si son profesoras y serán madres también de sus parejas (la «madresposa», en palabras de Marcela Lagarde) . Las características del amor maternal estarán presentes en prácticamente todas las relaciones sociales que las mujeres emprendan. El Amor será lo principal para ellas, dar amor será su vocación. Así, las mujeres serán las grandes dadoras de amor y aunque se supone que dicho amor no espera contrapartida, sí que la espera, aunque no se explicite ni se llegue a concienciar. Las mujeres, que son siempre para otros, esperan a cambio de su entrega al menos ser amadas y, por eso, no encontrar el amor o perderlo les produce un enorme dolor y angustia, una completa pérdida de sentido. Las mujeres amarán de manera aparentemente generosa, pero en el fondo esperan recibir su contrapartida, y como el amor que dan no tiene medida y como nunca reciben la misma cantidad, experimentarán frustración, dolor, angustia, sentimientos de culpa y de hostilidad al mismo tiempo. Esa es la trampa del Amor para todas las mujeres.

 

A lo largo de la historia occidental, en contra de lo que habitualmente se piensa, las mujeres no han sido necesariamente esas madres abnegadas que conocemos ahora. La maternidad tiene una historia completamente desconocida y que solo nos llega velada por el anacronismo. La historia de la maternidad es, más bien, la historia de la resistencia de las mujeres a serlo a costa de sí mismas. No es el objeto de este artículo, pero las mujeres han luchado siempre por no dejarse atrapar en una maternidad que se las comía. Durante la mayor parte de la historia, las mujeres han luchado contra un ideal maternal que se les trataba de imponer; un ideal de perfección que a menudo internalizaban y a partir del cual juzgan, casi siempre con culpa, su propia maternidad. Existe el ideal y existe la empoderada imagen de la buena madre, pero no existe, ni ha existido nunca, un espacio real en el que poder hablar, expresar, hacer visible, todo el dolor, la ira, la frustración, que conlleva la experiencia de la maternidad, una experiencia que apenas nunca ha podido elegirse, ni siquiera ahora puesto que no hay ningún discurso, ni representación, antimaternal, como he escrito en otras ocasiones . Un espacio real que contra las representaciones maternales, hay que ir creando para tener verdaderamente capacidad de elección.

Las mujeres siguen siendo madres, y deseando serlo. Desean ser madres porque es difícil imaginar otra forma de ser mujer, porque ese espacio es personalmente empoderante y porque cura en parte la herida que las mujeres intentamos siempre llenar con el amor. Necesitamos amar y ser amadas, eso nos permite autorrealizarnos. Ser madre supone que engendramos a alguien a quien amar y que nos amará siempre; es un amor que imaginamos seguro, un amor que depende enteramente de nosotras, no como el amor romántico, tan inseguro.

 

Cuando comencé a trabajar en las representaciones y discursos antimaternales no monstruosos y me di cuenta de que dichos espacios no existen en esta cultura, me di cuenta también del afianzamiento de la expansión de un nuevo tipo de amor maternal relacionado con los cambios sociales que las mujeres estamos experimentando. Sabemos que desde los años 70, pero especialmente desde los 80, el trabajo maternal en los países ricos da una vuelta de tuerca y se convierte en eso que Sharon Hays ha llamado «maternidad intensiva» y que, por cierto, en contra de lo que en ocasiones se aduce, es un tipo de maternidad que se ha intentado imponer únicamente en aquellos periodos históricos en los que es posible apreciar un reforzamiento de los roles tradicionales de las mujeres: en el Renacimiento europeo, y en los siglos XVIII y XIX, como respuesta a las primeras reivindicaciones feministas y a la Primera Ola de feminismo (en todo caso, nunca tan intensiva como ahora).

 

En los 80 nace la maternidad intensiva como una manera de entender el trabajo maternal que es contraria a la práctica de la maternidad que habían extendido las feministas desde los años 60. Aquella que llegó con la segunda ola de feminismo era una maternidad que cuestionaba las características tradicionales de la buena madre, especialmente impuestas desde el siglo XIX, siglo de eclosión de la maternidad burguesa. Lo que el feminismo cuestionaba era el núcleo duro ideológico de esta maternidad: el sacrificio, la entrega, la disponibilidad absoluta, etc., características todas ellas de la buena maternidad contemporánea y que lo son también del amor que ofrecen las mujeres. El feminismo trató de ofrecer a las mujeres un sueño igualitario. Las décadas siguientes fueron de lucha ideológica. En los 80 llegó el neoliberalismo y, con él, la reideologización maternal.

 

En mi opinión, el éxito de la ideología de la maternidad intensiva (intensiva en tiempo, en esfuerzo, en sacrificio) tiene que ver con múltiples factores imposibles de analizar aquí, pero tiene también mucho que ver con que el feminismo de la Segunda Ola que, con sus indudables éxitos, no supuso para muchas mujeres el final de la discriminación. La libertad sin igualdad puede convertirse en una pesada carga. Si bien es cierto que el feminismo de la Segunda Ola consiguió cambiar el mundo en gran parte, también es verdad que es posible que la vida de muchas mujeres no sea mucho más fácil o, al menos, no tanto como deseábamos.

 

La necesidad, no ya únicamente el deseo, de incorporarse a un mercado laboral segregado sexualmente ha resultado una experiencia no tan satisfactoria como podíamos esperar: brecha salarial, sueldos muy bajos, precarización, techo de cristal… esto es lo que esperaba a las mujeres al incorporarse al mercado laboral y, a cambio, no se ha producido el cambio necesario en la esfera privada, un reparto real del trabajo reproductivo con los hombres. En estas condiciones, contando además con el avance ideológico del neoliberalismo, era esperable que en algún momento se produjera un repliegue sobre aquellos espacios mistificados, especialmente el de la maternidad, que son más acordes con las expectativas culturales de las mujeres y que ofrecen mayores satisfacciones subjetivas. Surgen entonces nuevas maneras de vivir la maternidad, de la que quiero resaltar en este trabajo una de ellas que me parece muy interesante por sus numerosas implicaciones. Es la maternidad romantizada, la que podemos relacionar con el amor romántico. Creo que es posible pensar que en los últimos años ha aparecido una manera de vivir la maternidad, por parte de algunas mujeres, que podría entenderse como un sustituto del amor romántico.

Texto: Beatriz Gimeno, para #LaPajarera y revista Anfibia

Sobre Beatriz Gimeno 48 artículos
Feminista. Directora del Instituto de la Mujer Ha sido diputada en el Parlamento de la Comunidad de Madrid por Podemos. Activista derechos lgtb

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