Era la chica que anunciaba la colonia Fidji cuando no tenía dinero para comprarme un frasco. Luego la vi en aquel memorable vídeo de George Michael de la era post Wham, donde el hombre del pelazo increíble se las ingenió para meter en un piso, seguramente neoyorquino y muy molón, una gramola sesentera y el mayor número posible de seres de belleza sobrenatural por metro cuadrado.
George Michael no aparecía en ningún momento porque había decidido empezar de cero y desvincular su atractivo físico de la música que le interesaba hacer en solitario. Por eso ardía la cazadora de cuero que llevaba puesta mientras cantaba Faith, a modo de exorcismo mientras silbaba una tetera al final del pasillo. Estaban allí casi todas las supermodelos que convirtieron la pasarela de la década en una liga galáctica de pómulos tallados por la madre naturaleza, lunares prodigiosos, cutis de ébano puro, piernas kilométricas y juventud a prueba de bombas.
George Michael murió una navidad y ellas hace tiempo que no posan con gorras de cuero y medias de cristal para el Vogue. La mayoría de esas chicas de ensueño siguen siendo mujeres deslumbrantes pero Linda Evangelista, la de la hermosura camaleónica, la de los ojos de triángulo azul, la que no podía confundirse con ninguna otra por su belleza anómala, anunció en redes el año pasado que sufría una fuerte depresión por culpa del resultado de las últimas operaciones estéticas a las que se había sometido. La más reciente la deformó de tal forma que a la modelo que era Fidji, una isla espejismo, remota, bellísima en nuestra memoria adolescente, le resultaba insoportable contemplar su imagen en el espejo.
Qué ironía. Ella, que cantaba sentada en el suelo de aquel apartamento, envuelta en una luz helada de frigorífico que a cualquier otra la hubiera hecho parecer una merluza exangüe en el mostrador de la pescadería. Ella, vestida como Marilyn en aquella sesión ,solo con un jersey gigante de cuello cisne. Ella, que clavaba los ojos de magnífico iceberg en la cámara como si contemplara a un pobre esclavo condenado a amarla, no se reconoce hoy, porque la belleza impar que la encumbró ha desaparecido como el complemento circunstancial de una frase demasiado larga que siempre estuvo allí y de pronto ya no. No es la que solía ser, no está en ninguna parte, no se encuentra en el rostro abotargado que parece haber perdido por el camino la precisión geométrica con que fue trazado cada rasgo. Y me apena saberlo y quiero recordarla como era, un milagro de ángulos, una mirada de transparencia imposible, un sueño que surgía en fotos y en anuncios de perfume caro que no podíamos permitirnos, gélidamente hermoso como una reina de las nieves, en aquellos inviernos de los remotos años noventa.
Patricia Esteban Erlés.
Me ha gustado mucho el relato. Felicidades.