Me fascina el caso de los Menéndez, dos jóvenes ricos de California que en 1989 cosieron a balazos a sus padres en el salón de su casa de Beverly Hills. Cuando empezábamos a aficionarnos a Sensación de vivir, a desear vivir en esas encantadoras casas blancas de una planta y a los adolescentes rubios y tostados por el sol que conducían coches tan rojos como manzanas de cuento, cuando queríamos una melenaza como la de Brenda y todos y cada uno de sus modelitos, ellos se convirtieron en la antítesis de la juventud ñoña y sentimental que nos vendían los telefilms de Aaron Spelling. Lyle y Erik asesinaron a sus padres con una furia tan brutal que llegó a pensarse en un ajuste de cuentas de la mafia, porque Emilio Menéndez era un ejecutivo implacable del mundo del espectáculo, con muchos enemigos.
Recuerdo la ropa veraniega del matrimonio, la tarrina de helado derritiéndose sobre la mesa, el brazo de aquel hombre que era símbolo del sueño americano colgando del brazo del sofá. Se habló mucho entonces de la arrogancia de los dos hijos, que regresaron a casa al día siguiente del crimen, cuando aún no se sospechaba de ellos, a buscar su ropa de deporte porque querían jugar al tenis. Se compraron un Porsche y un Jeep y dos Rolex en las semanas que siguieron y aquello hizo que la policía comenzara a revisar sus declaraciones con más atención y los detuviera. El móvil parecía obvio: la avaricia, las ansias de apoderarse de la fortuna de papá antes de tiempo.
Se convirtieron en toda una sensación mediática. Ambos eran guapos, atléticos y tenía su erótica pensar que dos chicos como los Menéndez, descendientes de la clase alta cubana, nietos de una nadadora olímpica e hijos del joven que debió emigrar con lo puesto a los Estados Unidos cuando Castro se hizo con el poder y que logró ascender en el mundo de los negocios ganándose fama de tirano odiado por muchos, habían mordido la mano que les daba de comer, supuestamente para convertirse en herederos de la fortuna familiar. La entrada a los juzgados parecía la de un concierto de un cantante famoso, tal era el número de jovencitas que querían ver con sus propios ojos a los dos apuestos asesinos. Se multiplicaron los programas de humor, los sketchs en los que la historia de los Menéndez era objeto de parodia. Lyle y Erik representaban a los cachorros hermosos y crueles, a los asesinos de unos padres inocentes que se lo habían dado todo.
Los Menéndez inauguraron un mundo en el que los juicios se transformaron en espectáculo televisivo. Aquel fenómeno en el que realidad y ficción se hibridaron peligrosamente contagió a abogados y fiscales, que se convertían en personajes populares de la noche a la mañana gracias a las cámaras que grababan cada sesión. Brenda y Dylan rompían su noviazgo entre lágrimas, Brandon suspiraba por la frívola Kelly mientras la pobre Andrea se enamoraba de su mejor amigo. Lyle y Erik llegaban a las sesiones vestidos con el mismo modelo de suéter de punto, uno rosa, el otro azul, que buscaba darles el aire de inofensivos jóvenes universitarios con los que los miembros del jurado pudieran empatizar, rebajar la altivez que mostraron en los primeros días, según mostraban las cámaras. Y empezaron a hablar. Contaron que su padre abusaba de ellos desde la infancia y que el motivo del crimen había sido la desesperación. Erik, que pensaba que las violaciones acabarían al marcharse a la universidad, confesó que su padre le había dejado claro que solo iría a las clases, pero pernoctaría en la mansión familiar. En la misma casa, en el mismo dormitorio en el que su padre se colaba con el permiso de su madre, para agredirlo, desde que tenía uso de razón. Erick narró que el colosal Emilio Menéndez, al que temía todo el mundo, usaba a sus hijos como esclavos sexuales. Felaciones, masturbaciones, violación completa. Chantaje emocional, esto es un secreto entre tú yo. Amenazas explícitas, si se lo cuentas a alguien te mato. Testificaron muchos familiares próximos de los niños, también su entrenador, para ratificar que en la casa ocurrían cosas raras. Que antes de ir su entreno de tenis el padre les hablaba de la antigua Grecia y les instruía acerca de los masajes y caricias que se hacían los soldados unos a otros para acudir más relajados a la batalla. Que se duchaba con los chicos cuando ellos ya eran adolescentes. Que Erick preguntaba a su primo si su tío hacía lo mismo con él. Que la madre se interponía entre la puerta del dormitorio y todo aquel que intentaba saber qué ocurría dentro. No molesten.
O.J. Simpson ganó gracias a su galáctico equipo de abogados y al enfoque racial que dieron a su caso el juicio del asesinato de su esposa y un amigo de esta y los fiscales necesitaban ganar después del varapalo de gama alta que ello supuso. El juez ordenó que las declaraciones sobre abusos sexuales como motivo que pudo impulsar el asesinato doble no fueran incluidos en los archivos del segundo juicio. Y así se hizo. El jurado no podía dudar de que los dos hermanos habían matado a sus padres, desde luego. Pero el asunto de los abusos sexuales cometidos en el ámbito de una familia millonaria y disfuncional, en la que el padre violaba a sus hijos y la madre callaba y se alcoholizaba progresivamente, fue borrado de un mapa en el que debió figurar, porque resultaba fundamental para comprender lo sucedido.
Nadie hablaba entonces de este tema. La historia resultaba increíble. Un padre rico, pedófilo y gay que torturaba física y emocionalmente a sus dos hijos. No había redes sociales, no había nadie a quien contar el vergonzoso secreto. Se ocultaba, sin más. Todo el mundo coincide al señalar que las cosas cambiaron mucho luego. Poco después empezó a tomarse en serio a los niños abusados en el ámbito familiar, a los muchachos violados por profesores o religiosos que confesaban su trauma mucho después de haberlo sufrido sin que se desconfiara de ellos por el tiempo transcurrido. Parece claro que hoy los Menéndez seguirían siendo culpables de asesinato, pero se juzgaría como elemento crucial de su defensa todo el dolor acumulado en los años de abuso que padecieron.
Se comentó mucho la extraña sonrisa de Erik, el día en que subió a testificar por primera vez. Los medios enfatizaron el horror de aquella sonrisa, incidiendo en la personalidad sociópata del joven. Erick Menéndez cuenta ahora que su abogada le gastó una broma para tranquilizarlo cuando se disponía a declarar y que iba hasta arriba de pastillas para soportar aquello, esa intensa sensación de morir que llevaba experimentando desde niño.
El caso creó lo que una de las fiscales llama el «efecto Menéndez». Nadie salió indemne. Los ganadores rehúsan hablar de él, como si quisieran alejarse de un triunfo amargo. La gran Leslie Abramson, abogada de Erik, prometió no volver a mencionar nunca el asunto y lo ha cumplido. Su argumentación sobre la legítima defensa personal imperfecta se estudia hoy en las facultades de Derecho norteamericanas.
Los dos hermanos llevan treinta años en la cárcel y es difícil que consigan salir algún día con libertad condicional. Ambos coordinan grupos de cuidado de presos enfermos y ancianos y se han casado con mujeres que un día les escribieron cartas a la prisión. Han recibido siempre que han podido la visita de sus familiares. Su abuela paterna, su prima y tía materna, que creyeron su versión de los hechos. En el juicio hubo cincuenta testigos que declararon haber intuido que algo no iba bien en la mansión de los Menéndez. Curiosamente, nadie subió al estrado a defender la figura del padre asesinado.
Patricia Esteban Erlés
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