Me he tomado un vino. Sólo uno. Y ahora tengo ganas de escribir. No sé muy bien lo que. Porque no escribo yo. Escribe el vino. Un albariño escribiente. Y moliente. Traicionero. Traidor. De los que bajan suave y acompañan la charla. De los que te dejan volver con tranquilidad. De los que cuando ya te estás quitando el sostén, te golpean en todo el occipital. Es entonces cuando el vino se hace valiente, toma el mando del cerebro y de tus manos, y se viene aquí a escribir contigo. Susurra cosas inconexas a tu oído. Pretende que las teclees. Creo que este vino se está descojonando de mí. Él, que hace unos meses era un triste puñado de uvas, sin más destino que hacerse un puñado de litros, todo lo más una buena copa catada por un excelente sumilleur. Va el pobre, y viene a parar a mí. A mi estómago sin tapa, ni ración. Nadando a sus anchas. Desplegando sus vapores hasta mi cerebro con eco. Grita, canta y baila. ¡ Cómo se lo pasa el vinacho ! Tan contento. Como unas pascuas. Apropiándose de este cuerpo chiquito y fácil. Quitándole la ropa. La vergüenza. La cordura. Ha debido creerse mi amante. Me despista. Quizá lo sea, me da calores en lugares inoportunos. Temblores en la comisura de la boca. Creo que voy a comenzar a reirme. A reirme y a tocarme como si no hubiese un mañana. Como si fuera a morirme de pasión. Y de risa. Y de escritura floja. Albariño sin consagrar, y yo pecando. Lástima de vigilia, me veo resucitando el domingo, a media asta, y sin carne.
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