EN EL SALÓN DE BALLET 

              «Llegó el verano y asoló la

               primavera».

Extremoduro

                  Centro V Soto con vistas

                  a cuerda de montañas,

                  piedra, tomillo y jara,

                  senda La Morcuera

                  a cumbre Maliciosa.

       

 

Había terminado la tarta cuando la vi cruzar la calle desde la ventana.

Parecía más delgada, las salidas al campo y el ejercicio diario en el gimnasio estaban dando resultados.

A mí, en el trabajo también me animan a que ande y vaya al gimnasio, «a ti Manuel, perder quince kilos te quitaría diez años», me dicen en la oficina.

Que poco me iba a costar deshacerme de ella siendo tan liviana.

En una mano cogía a la mayor de sus hijas, en la otra la correa del pequeño caniche que les acompañaba, lo hacía los martes y jueves a la misma hora.

Hoy era jueves, el día elegido, siempre me han gustado los jueves.

El salón de ballet estaba en el edificio de estilo isabelino frente al mío, donde predominaba el rojo de sus ladrillos y contraventanas. Cuando el tiempo lo permitía y abrían las ventanas, escuchaba la música que se mezclaba con el ruido del tráfico.

 

Me alejé de la ventana, recogí los platos para llevarlos a la cocina sin detenerme mucho en la maraña de visiones que me producía la escena que iba a cometer, era tarde para dar pasos atrás, muy tarde.

La primera vez que se mata es la peor, pero no por eso hay que dejar de hacerlo, me dije.

Aún así, mascullaba palabras que no me terminaban de brotar, ¿y si lo abandono ahora? No tengo porqué hacer lo que me ronda desde hace tiempo por la cabeza, debería medir las consecuencias, si total… «Gente guarra, gente que ensucia el entorno, gente que no sabe comportarse en la naturaleza va a haber siempre», me decía desesperado.

Se me acaba el tiempo y no puedo traicionarme, es lo que debo hacer y lo haré, me sentencié.

Me puse a repasar los últimos apuntes contables de los hoteles que estábamos construyendo en las costas marroquíes, miré la hora en el reloj colgado que tenía enfrente, quedaban veinte minutos para terminar la clase. Me puse los zapatos, doblé la solicitud y salí a la calle con el cuchillo entre los dientes, en realidad le llevaba guardado en el interior de la chaqueta.

Carla tenía una vida rutinaria, que rompía los sábados y domingos que estaba con sus hijos, desde que estaba divorciada alternaba los fines de semana con su ex. El caniche también lo alternaba. El sábado lo dedicaba a salir al campo. En la mochila metía bocadillos, agua y botes de refrescos. El domingo disfrutaba comiendo con las niñas en restaurantes que elegía según las reseñas que leía.

No era una mujer estresada, su rutina consistía en llevar a las peques al colegio y las extraescolares, e ir al gimnasio después del tenis. No preparaba comidas, ni conocía el programa de la lavadora, no manejaba la palabra reciclaje, jamás se la vio tirando desechos a los contenedores de colores. Fumaba, lo hacía por la calle y arrojaba las colillas al suelo.

Esa fue la primera acción suya que llamó mi atención, y más tarde, que tirara papeles al asfalto o que no recogiera las cacas del caniche.

 

Un día, antes de que terminara la clase y sin saber si me iban a atender, accedí al edificio y subí hasta la planta primera, los escalones crujían a cada pisada que plantaba, la música me orientó hacia que puerta tenía qué llamar. Hasta llegar a esa puerta, el recorrido me pareció un  sitio fácil por donde huir. No fue así.

Me abrió la dueña de la casa. Dije que era para mi sobrina. Hablamos en la antesala del salón, pude ver a Carla a través de dos pequeños ventanales redondos en las puertas de vaivén, estaba hablando con otra mujer. Las dos torres de altavoces también pude verlas.

–Y entonces ¿cuántos años dice que tiene su sobrina?

–Once, sí, tiene once,– dije convencido.

–Aquí están hasta los catorce, rellene el formulario de ingreso y cuando lo tenga, hago la ficha.

–Mi sobrina es muy tímida, ¿hay muchas niñas en la clase?

–¿Cómo su tío?–sonrió–no se preocupe, ahora mismo tenemos tres niñas de once años, no tendrá problema, para ellas es como jugar.

No sabía qué decir que alargara la conversación, para mantenerme cerca de la puerta y ver el salón; me interrumpió la señora cuando iba a preguntarle por el horario.

–Si espera aquí cinco minutos, la clase acaba y puede hablar con alguna de las madres y la profesora.

–Tampoco es necesario, cuando tenga el impreso vuelvo– dije mintiendo.

Estaba a punto de marcharme cuando me confirmó el horario. Eché antes de bajar una última ojeada al salón.

Podría comenzar la semana que viene, escuché decir, cuando empezaban de nuevo a crujir los escalones.

Volví a ese edificio dos veces más, la tarde del jueves que maté a Carla y en la reconstrucción de los hechos.

Salí del portal, la luz empezaba a apagarse, crucé la calle con la imagen del cuerpo de Carla atravesado por un gran cuchillo de cocina. Aún no sabía cuando la imagen se convertiría en real.

Tenía que asegurarme bien de lo que hasta ahora era solo una obsesión.

Para esto la seguiría algún sábado.

Al llegar a casa repasé la ruta hecha, sendas salpicadas por la huella incívica. Evoqué cómo desde el otro lado del río las vi en una mesa de piedra, las tres sentadas para comer y el caniche atado a un árbol cercano. Y cuando, al cruzar encontré restos de comida sobre los asientos, latas de refrescos vacías y servilletas por el suelo. Hice fotografías de todo ello que visioné mientras cenaba. Tenía esas fotos y las que fui sacando desde los seguimientos que le hacía en la ciudad. Sobre todo de cacas del caniche y de colillas pisadas. Ahora sí la odiaba y merecía morir.

Llamé al timbre, al abrir la dueña dije que iba a entregar la solicitud de mi sobrina que portaba en la mano. Me hizo pasar hasta la antesala del salón, con dos golpes la dejé inconsciente y así continuó hasta después de marcharme, empujé las dos puertas batientes, la música se escapó del salón, encontré unas niñas que bailaban de puntillas con los brazos haciendo círculo por encima de sus cabezas frente a un gran espejo, bordeé la estancia dirigiendo mis pasos para llegar hasta una Carla, que me esperaba serena.

Los sanitarios y la policía encontraron a Carla sobre una gran superficie de sangre y la última vomitona de su existencia. Tres puñaladas frontales la dejaron inerte ante los desgarrados gritos de su hija, sus compañeras y la profesora de ballet.

Ahora en la prisión me encargo de la limpieza del patio. Acabo de ver al preso que tengo enfrente, el de la coleta, tirar una colilla al suelo y apagarla restregándola con su deportiva.

Guillermo García Carmona 

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