He llegado a casa de Diana puntual. Mi trabajo anterior me exigía estar a tiempo en los sitios para no perderme nada, es una costumbre instaurada ya en mí. Su recibimiento habitual, un pico sacando morrito,ha terminado en un abrazo largo y apretado. Sus pechos turgentes como los de una jovencita se me han clavado rotundos. Los he notado incluso a través de las solapas de mi americana, cálidos y magnéticos, aunque me consta que su abrazo no pretendía en este momento que la cosa fuera por ahí.
A ti te ocurre algo, le he propuesto, y por fin he conseguido, mientras me servía una copa de Privilegio del Condado bien fría, que me explicara que hay un tipo que la espera por las tardes a la salida del portal y la sigue hasta el coche. No le dice nada, tan sólo la sigue y lo hace cada vez a menor distancia.
Por quitarle importancia he sonreído, y le he propuesto dos cosas: invitarla a cenar en La Taberna del Alabardero –allí me tratan como si estuviera en mi casa- y salir un momento después tras ella, para ver al tipo. Me ha dicho que sí a ambas cosas. Se sabe segura conmigo.
Mientras me tomaba la segunda copa con unas almendras fritas, se ha paseado medio desnuda ante mí, haciendo como que buscaba cosas del vestidor a su cuarto, una y mil veces. Me pone a prueba, lo sé.
Por fin se ha presentado ante mí bellísima, felina y perfumada con algo delicioso. Un vestido anudado al cuello sin sujetador, y unas sandalias con tacón de premio.
Como si de una misión se tratase, he esperado cinco segundos para salir del portal tras ella. Nada raro. Comienza a caminar por la acera, en dirección hacia donde sabe que aparco siempre mi coche. De entre unos cubos de basura, ha aparecido por fin el tipo. La sigue a cinco metros y acelera el paso hasta llegar casi a su altura. Cuando parece que va a intentar agarrarla, se encuentra con que mi mano sujeta la suya. Un certero golpe en el costado le deja sin aliento, otro en la nuca le hace arrodillarse aturdido. No sabe bien lo que está pasando, pero el brazo retorcido hasta casi sacarle el hombro de su sitio, no le deja lugar a dudas.
–Si te vuelvo a ver por este barrio no seré tan cariñoso contigo la próxima vez– Lo ha entendido. Mientras me limpio las manos en el coche con toallitas de limón, Diana bromea con que tendría ella que haberse casado conmigo. En la Taberna nos tratan como a reyes. Del coche nuevo ni me ha habla. La veo feliz.
Víctor Gonzalez
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