Hay libros transitorios a los que una se acerca porque son aconsejados, porque brillan en la estantería (cada vez menos) que luego se olvidan y los cubre el aliento de polvo en la biblioteca de casa. Libros que se leen en diagonal saltándonos párrafos por reiterativos, escuetos o afiligranados que no dicen nada o que dicen naderías. Libros olvidables.
El que ha escrito Alana S. Portero, no es de esos. Más bien es justo lo contrario. Una anda escamada con los/as autores/as de última generación, de esos que saltan a la fama como un bumerán para luego olvidarse. Por eso compro pocos libros de actualidad. Mido muy mucho la compulsión que me lleva a pasear con ojo lascivo y mano golosa por librerías. Prefiero lo seguro, los/as autoras que han pasado las empalizadas que pone el tiempo. Demasiados fracasos, me digo, para medir mi jolgorio de compradora convulsa.
Por distintos caminos había escuchado hablar de esta novela. Escuché a su autora en entrevistas sintiéndome atraída por la sencillez, casi humildad, con que se presenta ante el público. Harta de ampulosidades intelectuales de los aprendices cervantinos que creen que un libro de cien páginas puede cambiar la vida y sienten todos (sobre todo, todos) y algunas, merecedores del Nobel. Ella no. Alana parece sorprenderse con el estallido de fama que le cae como lluvia inmerecida. La suave voz que desgrana palabras livianas que entendemos a la primera sin querer demostrar nada, solo que ama escribir y siente conciencia de clase.
Ese fue, quizá, el detonante de mi curiosidad. Por dios, una autora que confiesa conciencia de clase. Olé.
Y luego llegó mi querida amiga Alicia, librera por afición, maestra insigne por designio de dioses compasivos y me dijo: “no te lo pierdas” Y nunca agradeceré bastante el consejo. Porque leer La mala costumbre ha sido una experiencia gloriosa que voy a intentar retratar lo más ajustadamente posible.
Me acerqué pensando solo en encontrar una autobiografía contundente, sangrante de mujer dolorida. Como lo son las personas que nacen encerradas en cárceles que las condenan a una soledad absoluta. Lo dice al poco de comenzar el libro, “las niñas trans aprendemos pronto que estamos solas” Y esa confesión forma un río por donde discurre una infancia encarcelada con barrotes de cristal que una criatura de diez, once, doce años es incapaz de transitar. Mucho menos de romper.
Además de contar, Alana S. Portero, hace literatura. Alta literatura, diría. Alana maneja las hermosas metáforas para envolvernos en una dulzura de algodón de feria mientras se desgarra dejando jirones del alma en cada página. Alana, utiliza metáforas que definen el dolor, la muerte, la cárcel que apresa a una pubertad dolorosa, que son literatura de tomarse tiempo en apreciar.
Antes decía que hay libros -muchos, demasiados- transitables que se leen en diagonal y saltándose párrafos (tengo yo leído alguno con salto de páginas como si fuera un triatlón, de puro pesados) Con La mala costumbre ocurre al contrario. Una se deleita con la frase, retoma una y otra vez el párrafo hermoso que cuenta algo desgarrador y lo cincela para hacer pura poesía.
Díganme sino qué es esto:
“Sin mucha ceremonia me dejaba fragmentos de esperanza sobre la mesa de los bares”
“En cuanto me paso la mano por el pecho o la pelvis, me encojo como gusano, pierdo la capacidad de fantasear, me quedo en blanco, tiemblo como si desapareciera el cuerpo”
Sirvan estas pocas líneas tomadas de forma aleatoria para mostrar el foco que pone Alana, la sutileza que encoge el alma y nos conmueve entendiendo a la perfección cuanto dolor, cuanto grito de desesperanza contiene un cuerpo que no es el propio, una identidad que no representa el alma de quien la habita. Una perfecta cárcel que enrabieta y enreja a personas muy doloridas. Pura emoción literaria y de la otra.
Alana ha confesado que huye de que su novela se convierta en una más del nicho lgtbiq+, porque es más. Y lo consigue de pleno. Consigue sacarnos los viejos espantos que acompañaron infancias infelices, juventudes humilladas y madureces solitarias. Nos encogemos como niñas escuchando la candidez con que se aman las travestis. Como bien expresa la autora “nadie sabe lo que se ama una familia travesti” Refleja bien la ternura de las parias, de las que padecen las pisadas de todas las capas de la sociedad porque andan por el último eslabón, cuenta como se protegen, se cuidan y se agreden, que también, como en cualquier familia, las contorsiones y los malos humos que se diferencias a bastonazos semánticos. Pero pueden sacar los ojos al infame que ose rasguñar la piel dolorida de la hermana, de la hija, de la sobrina o la nieta…todas ficticias, todas expulsadas de una sociedad que considera escoria a lo mejor, a la excelencia.
Solo quién sufre entiende, parece contarnos Alana, o su Eugenia o Margarita, o la Cartier…o cualquiera de las que recorren con sus cuerpos maltratados por malos pinchazos, por patadas de infames y por polvos callejeros y mal pagados, la carne doliente que siente y ama hasta la extenuación. Precisamente por carecer de amor. Precisamente por nadar en los bajos fondos de una sociedad execrable que las desprotege, las humilla, o peor, las ignora.
Nadie que dude debería dejar de leer este libro. Cualquiera que no entienda el porqué existen, debe leer este libro. Y no por la lógica que se impone ante la realidad. Ni tan siquiera por entenderlas. Solo porque al pasar cada página es imposible que el alma no se remueva hasta lo imposible y se llore bonito.
Porque es un libro que se llora bonito. Y luego ya se entiende que lo que para unas puede ser imposición social incomoda e injusta, para ellas, puede ser camino de liberación y empoderamiento. Porque es posible, aunque no lo entendamos las que tuvimos permitido eso y lo contrario, que un tacón, un rímel o un rojo de labios sea vehículo de libertad y empoderamiento para alguna gente. Como lo fue, descalzarnos las alzas, soltarnos el sujetador y hacer pira con él. Es posible porque cada camino personal en pos de la conquista personal y del empoderamiento es diferente. Y que no somos nadie para marcar las pautas ajenas.
“Lo que para otras era una imposición, que comprendo perfectamente, desde el otro lado estaba siendo una conquista” Dice la protagonista con la sencillez de quien descubre lo evidente.
Luego está ese canto de amor infinito a un Madrid ochentero con ese San Blas de vecindarios pueblerinos que se cuidan y se vigilan, con yonquis que se deshacen la vida en un parque con jeringuillas compartidas y donuts endurecidos, y el noventero con el nacimiento de un Chueca explosivo y genuino que tanto añoramos. A Alana S. Portero se le nota el amor por Madrid, esa ciudad que parece mancebía devastada por un capitalismo atroz e insolidario. Un Madrid que envuelve, pero mata al que camina en soledad por depende que calles.
Miren que jodidamente precisa definición realiza la autora de esa ciudad que no se puede amar sin dejar de detestarla:
“ Madrid era ese sofá que necesitaba cambiarse por estar desvencijado pero resultaba tan cómodo y cargaba con tantos recuerdos de los habitantes de la casa que nadie se decidía a darle le patada”
Espero que Alana S. Portero sea autora de mecha larga porque me ha dejado con tanto buen sabor que necesito más. Porque llorar bonito no está al alcance de cualquiera lograrlo, y ella lo consigue de largo.
María Toca Cañedo©
Deja un comentario