La leyenda dice que aquella noche no había baile en el Titanic y que a la hora en que chocó con el iceberg los pasajeros dormían. Cuando se tuvo noticia de lo ocurrido el director convocó a sus músicos en la entrada de los viajeros de primera clase y empezaron a tocar un repertorio que combinaba piezas clásicas y ragtime. Los gritos de pánico se escuchaban de vez en cuando, al fondo, lejos, contó uno de los supervivientes, que asistió a esa última actuación a bordo. A ratos la música consigue que no escuchemos el caer del agua oscura y densa que fluye del interior de cada uno de nosotros, por eso no es extraño suponer que algunos de los pasajeros lograran convencerse de que todo estaba bien, en aquella extraña noche de temor y valses. La imagen, si lo pensamos, es surrealistamente bella. Los músicos perfectamente acicalados abrazando sus instrumentos, los caballeros y damas en pijama y camisón, envueltos en elegantes batines de raso y descalzos, mientras el barco se hundía. Hacia la una de la madrugada un fuerte bandazo hizo que el Titanic se inclinara todavía más, pero los músicos permanecieron en sus puestos hasta las dos. Poco después se fue la luz y continuaron tocando a oscuras, y aunque nadie de los que estuvieron allí vivió para contarlo, los miembros de la orquesta debieron de elegir una pieza que todos conocían muy bien, tanto como para poder interpretarla con los ojos cerrados en medio de la negrura del océano.
Patricia Esteban Erlés
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