Piso, anillo y novio

Una vez viví en otro piso enorme y viejo. Tenía unas vecinas locas y un hermoso gato atigrado. Si algo recuerdo de aquel lugar es al novio alto y moreno que me esperaba en la puerta, de madrugada, a la vuelta del trabajo. A ese novio lo conocí una tarde, en un bar. Me acerqué, llena de una arrogancia que solo se tiene a los veinte menos diez minutos, y le dije «A que adivino lo que estás bebiendo». Pese a que él sostenía una litrona de un plástico blanco indefinido acerté, porque a veces me ocurre que sé cosas que no pueden saberse, aunque a cambio otras me olvide de lo fundamentalmente tonto.
Aquel novio cogió la bonita costumbre de aguardar a que volviera, con la paciencia de un dios, como si dispusiera de la eternidad completa y le diera lo mismo dilapidarla sábado tras sábado, porque yo no acababa de decidirme a darle un juego de llaves. Me llamaba cada mañana y yo era la envidia de mis compañeras de curro. Se dejaba olvidado en una silla de mi cuarto su jersey favorito, uno de lana azul, en invierno que yo me ponía los lunes por la noche para ir sola al cine. Recuerdo que me regaló el día de nuestro primera aniversario un anillo minúsculo, con una media luna como de juguete que le había costado todos sus ahorros y que me pareció lo más grande del mundo. Aguantó con bondad infinita mi mala uva, mis inseguridades, mi lengua endiablada. Me convenció para que estudiara una carrera y no perdiera mi vida en la oscuridad maloliente de las salas de bingo. Y yo simplemente le hice caso porque él creyó que podría lograrlo.
El anillo brotó por sorpresa, la última vez que me mudé, del interior de una caja de madera. Me pareció un milagro que algo tan diminuto fuera capaz de sobrevivir, tan parecido aún a sí mismo, después de nuestro épico naufragio.
No nos vamos, casa, le digo a esta que ahora es la mía. Nunca nos vamos del todo.
Patricia Esteban Erlés.

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