Poor Sonia.

Tenía piel de manzana y los ojos se le achinaban al sonreír. Era morena, vibrante, puro desenfado. A la tele de un país recién salido de un coma de cuarenta años le quedaba bien su rostro sin maquillaje, sus jerséis de punto multicolor, sus botas de mosquetero. Ese fue su talento, la frescura, el optimismo de nadadora que desprendía. Se lanzó al éxito confiada, sin temor al vértigo, sin adivinar el fondo.
No era la más inteligente, ni la más explosiva, ni la más astuta. Se creyó la película infantil a la que fue a parar, se pensó fue la fiesta era un hábitat, que muñecos de trapo, futbolistas y condes sus amigos.
No lo vio venir. Dejó de interesar aquella chica naïf, su brillo juvenil. La dulzura empalaga y no tenía nada más: no iba a ser una gran actriz, la fotogenia no solucionaba su falta de recursos. En las entrevistas parecía un poco simple, la chica de la peluquería secuestrada por un monstruo llamado fama. Sonreía bien, sí, pero allí acabó su camino.
Al otro lado, abismo. Droga dura, dolor, números rojos, mono y viajes feroces al submundo. Pidió dinero cuando se acabó el baile y las puertas fueron cerrándose. Cada vez más flaca y ojerosa, más famélica. Contando trolas alambicadas en platós y revistas de medio pelo. Ya no me pincho. Quiero trabajar. Tengo el sida. Dame quinientas pelas para una barra de pan.
Morir en directo, lentamente. Degradada, en los huesos, manchada por todo aquello que hizo para pagarse otra dosis. La chica a la que todos miraban en la piscina municipal se quedó sola en el cementerio. Un documental birrioso la ha resucitado diez minutos. Hablan aquellos que no tuvieron ganas de despedirse junto a su tumba. Los que acabaron hartos de sus embustes, de las huidas, de su querencia al precipicio.
Poor Sonia.
Patricia Esteban Erlés

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