Tiempo ha, en un lugar remoto, corría un río cuyo nombre cargado de maldiciones no se podía pronunciar. En el pueblo, no se atrevían ni siquiera a mentarlo. Daban miles de rodeos por no pasear por sus riberas de chopos y álamos blancos. Se rumoreaba a media voz que, desde que el mundo era mundo, fluía una maldición mayor por esas aguas verdes: a quienes se atrevían a adentrarse en sus corrientes gélidas, en el acto, se les desvanecía la memoria. Ante el pánico colectivo de ver esfumarse los recuerdos, todos se resignaban a quedarse apiñados para siempre en la margen izquierda del río pérfido.
Un buen día, llegó un forastero de mediana edad, alto y delgado, de barba entrecana y gafas de carey. Detrás de los cristales, sus ojos eran tan verdes como las aguas del río. Aunque algo desaliñado, caminaba con garbo y elegancia natural. Venía andando de muy lejos. Había atravesado – decía – montañas, puertos, ríos, desiertos y valles. Al enterarse de la hechicería milenaria que tenía a todos sometidos, se arriesgó a desafiar el reto. Muy decidido, se quitó los zapatos desgastados por tantas caminatas. Todo vestido, cruzó el río a nado. Al alcanzar la orilla virgen, se incorporó. Luego de acomodarse en una roca de granito azul noche, se puso a contar a quienes quisieron escucharle las reminiscencias de su infancia con todos los pormenores habidos y por haber. Les detalló incluso, con voz firme y grave, sus andanzas y curiosas peripecias por el mundo. Por su acento cantarín, dedujeron que forastero no era. Era extranjero. ¿De dónde? Nunca se supo. Se quedó con su secreto. Los lugareños boquiabiertos no se perdieron ni una sola migaja de su largo discurso que se dilató hasta la puesta de sol.
Desde aquel entonces se rompió para siempre jamás el sortilegio del río Catatumbo cuyas aguas gélidas, decían, reavivaban los recuerdos presentes y pasados de los ancianos. Corrió la voz del milagro. Acudieron cada día más curiosos de todas partes, con sus calderos de metal para recoger litros y litros de las aguas benéficas y sanadoras.
Un año, una gran sequía se cernió en el pueblo. Asoló el ganado. Diezmó las cosechas de trigo y alfalfa. Los lugareños, con razón, andaban desazonados e inquietos al ver que no corría ni un miserable regato. Un 31 de julio, día de San Ignacio, el río Catatumbo se secó del todo. No sirvieron para nada las plegarias al santo. No surtieron efecto a pesar de la fe colectiva, de los rituales y trances del chaman Anahuac.
De la noche a la mañana, desaparecieron las aguas verdes tumultuosas. Todos sus habitantes, niños y mayores, hombres y mujeres, todos, perdieron a la vez la memoria.
Solo recordaron Hesíodo Potamoi, el nombre del extranjero de ojos tan verdes como las aguas del río Catatumbo.
¿Qué sería de nosotros sin memoria?
¿Se imaginan, aquí y ahora, desprovistos de memoria?
El hombre sin memoria.
El hombre sin pasado.
El hombre sin filiación
Sin memoria, sin emociones
Sin memoria, silencio desgarrador
Sin memoria, presente atormentado
La memoria es
la brújula de nuestro ser,
la fragancia tornasolada de nuestra alma,
la atalaya de nuestro cerebro,
nuestro jardín secreto de la infancia,
esta arteria invisible y mental que insufla a ramas y hojas la savia de las raíces profundas que nunca hielan
el aire que inhalamos y exhalamos a diario
este espacio intrínseco entre nosotros y la historia de nuestro entorno.
La memoria es Vida,
La memoria es LA VIDA,
Recuerdo luego existo
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