Olivia era karateka y hermana mayor. Se paraba ante los escaparates de trajes de novia y miraba aquellos vestidos blancos de hada como solo una niña puede mirar un vestido blanco de hada. Olivia columpiaba a la risueña Anna, una muñeca de ojos azules y sonrisa inocentona, la llamaba cara bonita, le decía a menudo que estarían juntas para siempre. No me atrevía ni a pensarlo, pero qué premonitorio sonaban esas palabras, cada vez que aparecían en la televisión las imágenes de los vídeos caseros, los que su madre grababa para tenerlas siempre con ella como las chiquillas preciosas que eran, para no perderse ni un segundo del milagro de la infancia de sus hijas, para verlas juntas quizás, cuando el tiempo pasara y las tres se acordaran de los calcetinitos azul turquesa de Olivia, tan azules como sus ojos, del columpio, del traje de novia que deslumbró a Olivia.
Juntas para siempre, Olivia y Anna. En el fondo del mar, dentro de unas bolsas de basura, lastradas con plomo para que nadie supiera qué había sido de ella, para que el dolor de Beatriz fuera del tamaño del universo y aún mayor. Juntas para siempre, allá abajo, en ese sitio oscuro en el que siempre me ha dado miedo pensar, porque la muerte es un mar quieto, hecho de agua que sepulta igual que toneladas de tierra. Juntas para siempre por culpa de ese padre asesino, porque así hay que llamarlo. Las pequeñas no desaparecieron, no se esfumaron. Tomás Gimeno decidió acabar con ellas, con su alegría, con sus latidos, para que el sufrimiento de su ex mujer se elevara a una potencia insoportable. Para que las sonrisas ilusionadas de un bebé, de una niñita que era la hermana mayor por fin, se quedaran congeladas en una imagen, en el fotograma profético de un vídeo casero. Esa es la herida incurable, esa es la enfermedad que ha hecho padecer un tipo cobarde, cruel, profundamente malvado, a la mujer que decidió vivir su vida sin él. Un daño envuelto en bolsas de basura, cubierto por el mercurio silencioso del agua de océano, hecho de todas las cosas que no ha dejado que sus hijas vivan. Que no vuelvan a llamarlo «padre». Es un asesino. Que nadie repita que las quería mucho, porque les cambiaba los pañales. Que no se diga que se las llevó, porque las ha matado. Te deseo todo el infierno del mundo, Tomás Gimeno. No mereces otra cosa.
Patricia Esteban Erlés
Todo el infierno del mundo es poco para ese cerdo asesino machirulo hijo sano del patriarcado
https://www.elmundo.es/cataluna/2021/05/31/60b544effdddffd6208b458f.html
Hijo de putero! No es ningún trastorno mental, es cobardía pura y dura: nada más cobarde que utilizar la violencia con los más indefensos para herir a terceros